*Por Cristina Fernández
-Buen día, ¿Querés un
mate?
Cuando probé el mate no
podía decidir si me había gustado o no. La primera cuestión con la que choqué
fue:
-¿Y todo el mundo bebe
de la misma pajita?
-No se llama pajita, se
llama bombilla, y sí, el mate se comparte pasándolo de uno a otro. Una vez que
te lo sirven te lo bebés todo y se vuelve a cebar con yerba y agua, para
pasárselo a otro; ah, y no te olvidés de demostrar que te lo has terminado, tenés
que sorber hasta que suene a vacío.
Esto y otras muchas
cosas las conocí durante mi estancia en Argentina.
Viví durante unos años
en un lugar llamado el Valle de Pancanta
en el departamento del Coronel Pringles, provincia de San Luis, en el centro de
Argentina. Estábamos rodeados de hectáreas y hectáreas de nada, con mucho pasto
a veces verde y a veces pura paja y unos árboles que apuntaban como dedo
acusador el lugar donde vivía alguien más, todo ello inclinado hacia el Sur
rindiendo pleitesía a un viento que azotaba de forma perenne todo el año.
Cerca del valle había
una gruta, más tarde supe que se la conocía como la Gruta de Hinti –Huasi, que en quetchua
significa casa del Sol. Pues bien, a la entrada de esa gruta es donde me
ofrecieron esa bebida hasta entonces desconocida que era el mate.
-¿Querés un mate?
La mano que me alargaba
esa especie de vaso hecho de madera con una pajita, perdón, bombilla, era una
mano nervuda que temblaba ligeramente dando muestras de un cansancio del que no
te recuperas con el sueño, el cansancio de la vejez, aunque no parecía tan
viejo.
Después de instruirme
en el arte del mate, el anfitrión de la gruta, del que era convidada, me contó
parte de sus andanzas.
Me dijo que era de la
provincia de Santa Cruz, de un lugar llamado Puerto Deseado, en la Patagonia.
De pequeño, su madre
que no podía encargarse de él, lo llevaba a una quinta donde vivían unas
inglesas a las que ayudaba en las labores de la finca y que a cambio le daban
cobijo, comida y algunas clases de piano, decían que para alimentar su
espíritu. De esto último, pensaba que podía haber prescindido y mejor le
hubiera venido más cantidad de otro tipo de alimentos, no tan poco palpables
como esas notas musicales que a veces veía bailar, mientras de reojo se relamía
viendo esos deliciosos plumcakes, que las encantadoras inglesitas tenían más
como decoración, que como acompañamiento a ese té aguado que le esperaba si
hacía bien la lección de piano.
Cuando se hizo mayor,
se fue a buscar fortuna a la provincia de Buenos Aires; pero los años que
corrían no eran propicios para las aventuras y los ideales. Su trabajo diario
era una continuación de su vida anterior. Era peón en una estancia, haciendo
rodeos, marcando vacas y reparando vallas de sol a sol. Al final de la jornada,
en la cabaña que compartía con otros mozos, era cuando volaba más lejos; su
mente se liberaba y sus pensamientos contaban vivencias que nunca habían sido,
pero que aún tenían la esperanza de ser.
Poco a poco fue
conociendo a sus compañeros y empezaron a crearse lazos de hermandad entre
ellos. Por las noches y a la luz de los cigarros y de leños esparcidos en una
hoguera improvisada, se contaban esos pensamientos, muchas veces mezclados con
duras experiencias vividas, que se decían en voz alta para darles el halo de
irrealidad que rodea a los cuentos y hacer como que nunca ocurrieron.
Uno de los muchachos
nunca hablaba. Se quedaba expectante mirando al fuego y fumando mientras
escuchaba las historias de los demás. Pero una noche, después de beber y fumar
un rato, cuando se acallaron las guitarras que sonaban con algún que otro
lamento a lo Martín Fierro, empezó diciendo:
-Nunca me gustó
estudiar. Nunca quise ir a la capital y nunca quise nada más que andar por los
campos a caballo.
-Mi madre me decía que
debí haber nacido en otros tiempos, que había nacido viejo.
-Mis compañeros en la
escuela siempre andaban buscando pleitos, luchando por ideales inocentes de la
juventud...
Y el muchacho que nunca
había hablado narró sin ahorrar ningún espeluznante detalle, por qué dejó su
pueblo, un lugar llamado Ciudad Juárez, tratando de salvar la poca humanidad
que en él quedaba. Describió cómo, ya en Argentina, un tiempo después empezó a
reconocer el valor de la vida, el sentido de lo que era justo y de lo que no.
Desde pequeños, decía,
tenían la sensación de que solo eran marionetas a manos de los reyes de la
ciudad, que se paseaban por todos los rincones engalanados con la corona de la
corrupción y el cetro de la muerte.
La única salida que
había encontrado estaba en los libros que un americano, al que todos creían su
padre, le llevaba en la visita que les hacía cada mes desde que podía recordar.
En los libros encontró la alegría de los juegos compartidos en la calle al
salir del colegio, el feliz ajetreo de las fiestas familiares y la nerviosa
emoción de las primeras salidas adolescentes. Todo lo que la realidad le había
negado, con ese capricho del destino que había decidido que en Ciudad Juárez no
valían las mismas reglas que en el resto del mundo.
Un día cuando el
americano se marchaba, sin que le vieran se escondió en el maletero y con su
ayuda consiguió escapar.
El mexicano, terminando
con un reproche hacia sí mismo por su cobardía, bajó la voz entonando una
especie de rezo, pidiendo que algún día su pueblo quedara destronado y que los
cementerios acogieran gustosos a ese
cetro de corrupción y a la corona de la muerte.
-¿Sabés qué le pasó a
ese mejicano pelotudo?
El infeliz volvió a su
pueblo armado del amor desesperado que te agarra por tu tierra cuando estás
lejos de ella.
Cada vez que oía de un
nuevo horror, acompañado de otra cruz en ese gran cementerio en el que se había
convertido Ciudad Juárez, era una recarga de coraje que se insuflaba por cada poro de su piel
para anegar su espíritu de rabia y decisión.
Y así, se preparó para
cortar los hilos que anclaban su ciudad a la desesperanza y a la muerte. Pero
la muerte le encontró a él y le cortó sus alas, y con ellas hizo la cruz que
encabeza su tumba. Una más en Ciudad Juárez, el gran cementerio mexicano.
-Las
ideas, las convicciones, la libertad; mi compadre murió por sus palabras.
Tiempo después recibí un paquete, venía de
Méjico. Era un atado de libros muy usados y encima de ellos un trozo de papel
que decía:
“Argentino, aquí te dejo mis armas, ojalá te
sirvan mejor que a mí”
Mi anfitrión siguió
hablando como si yo no estuviera delante y de pronto con lágrimas en los ojos, haciendo un receso en sus recuerdos:
-En fin, ¿Por qué me ha
venido esto a la cabeza?, yo solo quería convidarte a unos mates. Pero acordáte
de esto: las palabras se parecen al mate, lo podés tomar amargo o lo podés
tomar dulce, te lo pueden cebar largo y que casi todo sea agua o te lo pueden
cebar corto, con mucha yerba. Dependerá de ti el que te guste más o menos, pero
siempre lo podés compartir con alguien que a medida que vayás tomando, más
acabarás conociendo. Yo, ya ves, estoy encantado de haberte conocido.
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