El sol
daba sus últimos bostezos tras un día de ajetreo sobre Ciudad Juárez. El Cerro
Bola recogía sus últimas confidencias, bastantes de ellas sórdidas, y las
guardaba en sus profundos recovecos. Desde su apartamento de la avenida Paseo
de la Victoria, la joven Guadalupe contemplaba el crepúsculo con serenidad
mientras amamantaba a su hija, nacida hacía tres meses.
Vertía
sobre ella tanto amor como agresiones recibiera solo un año atrás. La violencia
en la ciudad continuaba como una plaga difícil de erradicar y aún estaba fresco
en su memoria el recuerdo de un pasado reciente y cruel.
Su
hermana Candelaria y ella misma habían sido víctimas del machismo de las bandas
sobre las jóvenes juarenses Ella supo desde un principio quién la había
asesinado. Le vio merodeando cerca de ella varias veces en aquella misma
avenida, se lo advirtió; pero; confiada por vivir muy alejada de las zonas
conflictivas, no le hizo caso. Era demasiado hermosa para pasar desapercibida
ante esos demonios.
Transcurridas
las primeras jornadas, donde el dolor por la pérdida la inhabilitaba para
reflexionar y tomar decisiones, se propuso poner en marcha un plan con el fin
de vengar a su hermana y hacer justicia.
Tras
unos primeros días de vacío acabó viendo al agresor, siempre rodeado de otros
machitos como él, alardeando, acosando a las muchachas a plena luz del día en
las calles, sabedor de la impunidad que le concedía una ciudad acobardada y
repleta de intereses contrapuestos.
No le
resultó difícil conocer la rutina del hampón. Le siguió a una distancia
prudencial en varias ocasiones y durante la noche, oculta en su automóvil,
comprobaba su hora de salida del bar El Cristo Negro, cercano al cerro donde se
habían producido múltiples ataques y violaciones. Así, una noche de luna llena,
lo vio salir medio tambaleándose y solo del establecimiento, venciendo el
lógico temor que le producía aquel sujeto surgió del coche y se cruzó ante él.
Este se le encaró enseguida, le dijo que era muy guapa y le pidió que le
acompañara señalando hacia el Cerro del Cristo Negro. Guadalupe se agarró a su
cintura y sonriéndole aceptó. Él le preguntó que cómo se llamaba y ella le dijo
que Adelita. “Como la de la canción”, le contestó el bárbaro. “Sí, como la de
la canción” asintió ella.
Llegaron
al abrigo de la falda montañosa, ella comenzó a desnudarse, dejó los vaqueros,
el suéter y la ropa interior sobre la arena y se tumbó. Él se limitó a bajarse
los pantalones, a echarse sobre ella y a dejar el cinturón a un lado (quizás
con la intención de estrangularla después de haber gozado de su cuerpo). Los
efectos del alcohol retardaron su puesta en acción; pero tras algún que otro
escarceo la penetró con fuerza. Guadalupe notó en su interior el calor húmedo
de la eyaculación y durante unos instantes, el bruto se relajó sobre la mujer,
momento que ella aprovechó para sacar una jeringuilla de los vaqueros y
clavársela en el glúteo izquierdo, inyectándole por completo su contenido,
después lo empujó a un lado y se puso en pie. Era enfermera y le había introducido
un fuerte producto anestésico de efecto rápido. El hombre intentó incorporarse;
pero fue incapaz, nada en su corpachón respondía a sus órdenes. Guadalupe, como
en un ritual, le colocó bien los pantalones y se los abrochó, recogió el
cinturón para llevárselo como trofeo y lo puso junto a su ropa. Tomó un
cuchillo de cocina oculto en un bolsillo del pantalón, bien afilado, y se
arrodilló junto al rostro del violador. “Esto es por mi hermana”. “¡Vete al
infierno!” Le espetó con coraje. Un tajo preciso y profundo le segó la yugular.
La sangre del réprobo surgió de la fuente abierta en su cuello y se integró en
el paisaje junto con la inocente que un día tras otro lo regaba manchando su
alma con la insidia.
Tras
comprobar que el asesino había muerto, Guadalupe se vistió, se dirigió hacia el
vehículo con discreción, procurando que nadie la viera, y desapareció de aquel
paraje maldito con la seguridad de haber sido juez y verdugo al mismo tiempo.
Aguardó
unos días sin salir del apartamento. Nadie la echó en falta en el hospital
porque se hallaba de vacaciones. Cuando las noticias divulgaron el asesinato
del canalla, que fue atribuido a un ajuste de cuentas entre narcotraficantes,
Guadalupe supo que podía estar tranquila, nada ni nadie la relacionaría con el
suceso.
Quedó
embarazada, de hecho ella buscó esa posibilidad. Era su deseo que la semilla de
maldad se convirtiera en el origen de un bien. Ella volcaría todo su cariño en
esa criatura, en ese producto de una acción violenta, en nombre de su hermana,
en nombre de todas las mujeres arrasadas por la locura y borradas para siempre
del sendero de la vida en aquel entorno mancillado por el vicio.
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