* Por Francisco Rodríguez Criado
Confieso que el pasado año acogí con
bastantes reservas la invitación a participar en el II Encuentro de Escritores
por Ciudad Juárez. No soy ningún entusiasta de las reuniones de escritores per se, así que me pregunté de qué
serviría que algunos de nosotros (muchos, en realidad, pues el acto se
celebraba en numerosas ciudades de todo el planeta) nos reuniéramos para
repetir en voz alta cosas tan básicas como que matar es una vileza o que todo
el mundo tiene derecho a salir a la calle sin miedo a ser asesinado. Mi
pregunta no era nada retórica, era la misma pregunta que tantas veces me había
hecho cuando, después de un asesinato de ETA, escuchaba en la radio o veía en
la televisión a los políticos de turno denostar la enésima acción terrorista de
la banda armada.
Y hoy me tomo nuevamente la libertad de aferrarme
a la duda para plantearme de qué sirve escribir unas palabras llenas de
humanidad a favor de la paz en un territorio sin ley que está a miles de
kilómetros de la sala en la que ahora nos encontramos. Insisto: ¿de qué sirve
quejarse y protestar de que Ciudad Juárez sea una de las ciudades más
peligrosas del planeta, si la violencia obedece a sus propias leyes y previsiblemente
no se va a detener ante nuestras buenas intenciones? ¿De qué sirve criticar el
terrorismo, la violencia, la inseguridad ciudadana si sabemos que estas no se
van a dejar abatir por la caricia de la pluma?
Mis dudas no parten del desprecio a los
derechos de los juarenses, sino al escepticismo de que un congreso de
escritores sirva para restaurar esos derechos. Pero al final yo mismo vuelvo a
responderme con estas palabras: ayudar un poco o incluso muy poco es en la
mayoría de las ocasiones nuestra única oportunidad de ayudar mucho.
María Carvajal, la persona que me invitó y
me invita a estos actos por Ciudad Juárez, me contó que Antonio Flores, uno de
los promotores de la idea, había venido en alguna ocasión a Europa y de regreso
a Ciudad Juárez tenía que habituarse con gran esfuerzo a la terrible sensación
del miedo a recibir un disparo en cualquier momento. Dejadme que imagine: lo
que más le gustó a Antonio durante sus vacaciones en Europa seguramente no
fueron la torre Eiffel, el Museo del Prado, el Puente de Londres o el barrio
judío de Praga. No, imagino que lo que más le fascinó fue caminar por una calle
cualquiera de un barrio cualquiera a una hora cualquiera, libre del toque de
queda, sin la aprensión de que un disparo perdido pudiera acabar con su vida.
En Ciudad Juárez mueren cada año miles de
personas (para no deprimirme, en esta ocasión evito consultar las
estadísticas), y los demás, los que aún están vivos, se van muriendo más
rápidamente que nosotros, porque el miedo endémico ¿no es acaso una forma de
morir en vida?
Por tanto el motivo por el que nos
encontramos un año más aquí (o al menos el motivo por el que yo lo hago) no es la
certeza de que escribir y leer unas líneas vayan a acabar con la violencia
totalitaria de una ciudad que se desangra día a día. Si estamos hoy aquí es
porque no hacerlo hubiera sido otro crimen más: el de la indiferencia. Aun
reconociendo que este gesto con Ciudad Juárez puede ser una ayuda más bien pequeña,
no hacerlo, insisto, sería un desprecio muy grande a sus posibilidades de
normalización. Quejarse y denunciar la violencia en Ciudad Juárez, el
terrorismo de ETA o el acoso doméstico que sufre la vecina del quinto son actos
éticos que posiblemente no terminarán con estas lacras, pero por lo menos le
niegan el carné de normalidad a unos actos que cualquier persona de bien
considera anormales.
Los habitantes de Ciudad Juárez no viven,
sobreviven. No obstante, es necesario recordar –algo que no hacen las
indigestas estadísticas– que la inmensa mayoría de los juarenses repudia la
violencia e intenta vivir en paz. Indignarse por las malas acciones de los
pocos, reflexiono ahora, nunca puede ser algo inane; lo que estamos haciendo
abiertamente con nuestras escasas armas es defender los derechos de los muchos.
Si no existieran encuentros como este, si
no se alzara la voz voluntariosa de millones de personas contra las injusticias
de Ciudad Juárez y de otros lugares en perenne conflicto, si no nos lleváramos las
manos a la cabeza y no nos estremeciéramos cuando observamos en televisión que
el terrorismo ha vuelto a hacer una de las suyas, si –en definitiva– no nos
indignáramos ante la actividad del incesante mal, ese mal acabaría por imponer
sus criterios y llegaría un día en que pensaríamos que matar, robar,
extorsionar o traficar con drogas son actividades como otras cualesquiera, es
decir, aceptables.
Creo que hoy estamos apoyando este acto a
favor de la paz en Ciudad Juárez no tanto porque nos creamos capaces de acabar
de un plumazo con la violencia sino para insistir en que las bases de una
sociedad humana deben regirse por valores donde esa violencia no tiene cabida. La ayuda que hoy
le prestamos a Ciudad Juárez posiblemente sea pequeña, o incluso muy pequeña, pero
si calláramos, si cerráramos los ojos y nos tapáramos los oídos, le estaríamos
causando un daño posiblemente irreparable a una ciudad que lucha por sobrevivir.
Cerrar los ojos y los oídos ante la violencia es otra forma sutil
de empuñar un arma.
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