* Por Chelo Pineda Pizarro
Dobló con esmero la esquina superior del ala de la mariposa y
la depositó delicadamente sobre la cama. Recorrió con la mirada las diversas
estancias de la casa y comprobó satisfecha que todo estaba como ella había
previsto. Diversos retales de tela de su vestido de novia se repartían por la
cocina, el salón, el dormitorio y el cuarto de baño. Variaban de tamaño, pero
no de forma, y en ellos estaba escrita una fecha. La primera riña, la primera
cachetada, el primer tirón de pelos, la primera paliza…
El
retal de la cocina hacía mención a aquella vez que tras horas preparando
tamales, su marido los arrojó al suelo con un gesto despectivo diciendo que le
pidiera la receta a su suegra. La mariposa encima de la tele recordaba aquella
vez que le gritó: ¡Ya, cállate, estúpida, qué sabrás tú de política!
Pero
ahora todo eso no importaba. Había soportado golpes y humillaciones por el bien
de su hija. Pero ella ya se encontraba lejos. Cruzó el río y ahora cuidaba de
dos niños regordetes y de mejillas sonrosadas. Veinte años guardando el dinero
entre las enaguas de su vestido de novia. Sisando de aquí y de allá. Cosiendo
por las noches, acudiendo a la maquila, arreglando habitaciones en las Posadas
del Amor, donde había visto de todo menos ese sentimiento que anunciaban los
neones.
Con la
mariposa de la cama, acababa de dar forma al último trozo de tela de su vestido
nupcial. Era la más grande, pero allí también había sufrido las más graves
afrentas. El cuello y los puños de encaje, adornados con los botones de nácar
heredados de la abuela, estaban en la bolsa que le había entregado a su hija
para que se salvara.
Imagen cedida por la autora.
Imagen cedida por la autora.
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