domingo, 13 de octubre de 2013

¿QUERÉS UN MATE?


*Por Cristina Fernández



-Buen día, ¿Querés un mate?

Cuando probé el mate no podía decidir si me había gustado o no. La primera cuestión con la que choqué fue: 

-¿Y todo el mundo bebe de la misma pajita?

-No se llama pajita, se llama bombilla, y sí, el mate se comparte pasándolo de uno a otro. Una vez que te lo sirven te lo bebés todo y se vuelve a cebar con yerba y agua, para pasárselo a otro; ah, y no te olvidés de demostrar que te lo has terminado, tenés que sorber hasta que suene a vacío.

Esto y otras muchas cosas las conocí durante mi estancia en Argentina.

Viví durante unos años en un lugar llamado el  Valle de Pancanta en el departamento del Coronel Pringles, provincia de San Luis, en el centro de Argentina. Estábamos rodeados de hectáreas y hectáreas de nada, con mucho pasto a veces verde y a veces pura paja y unos árboles que apuntaban como dedo acusador el lugar donde vivía alguien más, todo ello inclinado hacia el Sur rindiendo pleitesía a un viento que azotaba de forma perenne todo el año.

Cerca del valle había una gruta, más tarde supe que se la conocía como  la Gruta de Hinti –Huasi, que en quetchua significa casa del Sol. Pues bien, a la entrada de esa gruta es donde me ofrecieron esa bebida hasta entonces desconocida que era el mate.

-¿Querés un mate?

La mano que me alargaba esa especie de vaso hecho de madera con una pajita, perdón, bombilla, era una mano nervuda que temblaba ligeramente dando muestras de un cansancio del que no te recuperas con el sueño, el cansancio de la vejez, aunque no parecía tan viejo.

Después de instruirme en el arte del mate, el anfitrión de la gruta, del que era convidada, me contó parte de sus andanzas.

Me dijo que era de la provincia de Santa Cruz, de un lugar llamado Puerto Deseado, en la Patagonia.

De pequeño, su madre que no podía encargarse de él, lo llevaba a una quinta donde vivían unas inglesas a las que ayudaba en las labores de la finca y que a cambio le daban cobijo, comida y algunas clases de piano, decían que para alimentar su espíritu. De esto último, pensaba que podía haber prescindido y mejor le hubiera venido más cantidad de otro tipo de alimentos, no tan poco palpables como esas notas musicales que a veces veía bailar, mientras de reojo se relamía viendo esos deliciosos plumcakes, que las encantadoras inglesitas tenían más como decoración, que como acompañamiento a ese té aguado que le esperaba si hacía bien la lección de piano.

Cuando se hizo mayor, se fue a buscar fortuna a la provincia de Buenos Aires; pero los años que corrían no eran propicios para las aventuras y los ideales. Su trabajo diario era una continuación de su vida anterior. Era peón en una estancia, haciendo rodeos, marcando vacas y reparando vallas de sol a sol. Al final de la jornada, en la cabaña que compartía con otros mozos, era cuando volaba más lejos; su mente se liberaba y sus pensamientos contaban vivencias que nunca habían sido, pero que aún tenían la esperanza de ser. 

Poco a poco fue conociendo a sus compañeros y empezaron a crearse lazos de hermandad entre ellos. Por las noches y a la luz de los cigarros y de leños esparcidos en una hoguera improvisada, se contaban esos pensamientos, muchas veces mezclados con duras experiencias vividas, que se decían en voz alta para darles el halo de irrealidad que rodea a los cuentos y hacer como que nunca ocurrieron.

Uno de los muchachos nunca hablaba. Se quedaba expectante mirando al fuego y fumando mientras escuchaba las historias de los demás. Pero una noche, después de beber y fumar un rato, cuando se acallaron las guitarras que sonaban con algún que otro lamento a lo Martín Fierro, empezó diciendo:

-Nunca me gustó estudiar. Nunca quise ir a la capital y nunca quise nada más que andar por los campos a caballo.

-Mi madre me decía que debí haber nacido en otros tiempos, que había nacido viejo.

-Mis compañeros en la escuela siempre andaban buscando pleitos, luchando por ideales inocentes de la juventud...

Y el muchacho que nunca había hablado narró sin ahorrar ningún espeluznante detalle, por qué dejó su pueblo, un lugar llamado Ciudad Juárez, tratando de salvar la poca humanidad que en él quedaba. Describió cómo, ya en Argentina, un tiempo después empezó a reconocer el valor de la vida, el sentido de lo que era justo y de lo que no. 

Desde pequeños, decía, tenían la sensación de que solo eran marionetas a manos de los reyes de la ciudad, que se paseaban por todos los rincones engalanados con la corona de la corrupción y el cetro de la muerte. 

La única salida que había encontrado estaba en los libros que un americano, al que todos creían su padre, le llevaba en la visita que les hacía cada mes desde que podía recordar. En los libros encontró la alegría de los juegos compartidos en la calle al salir del colegio, el feliz ajetreo de las fiestas familiares y la nerviosa emoción de las primeras salidas adolescentes. Todo lo que la realidad le había negado, con ese capricho del destino que había decidido que en Ciudad Juárez no valían las mismas reglas que en el resto del mundo. 

Un día cuando el americano se marchaba, sin que le vieran se escondió en el maletero y con su ayuda consiguió escapar.

El mexicano, terminando con un reproche hacia sí mismo por su cobardía, bajó la voz entonando una especie de rezo, pidiendo que algún día su pueblo quedara destronado y que los cementerios acogieran  gustosos a ese cetro de corrupción y a la corona de la muerte.

-¿Sabés qué le pasó a ese mejicano pelotudo?

El infeliz volvió a su pueblo armado del amor desesperado que te agarra por tu tierra cuando estás lejos de ella.

Cada vez que oía de un nuevo horror, acompañado de otra cruz en ese gran cementerio en el que se había convertido Ciudad Juárez, era una recarga de coraje  que se insuflaba por cada poro de su piel para anegar su espíritu de rabia y decisión.

Y así, se preparó para cortar los hilos que anclaban su ciudad a la desesperanza y a la muerte. Pero la muerte le encontró a él y le cortó sus alas, y con ellas hizo la cruz que encabeza su tumba. Una más en Ciudad Juárez, el gran cementerio mexicano.

-Las ideas, las convicciones, la libertad; mi compadre murió por sus palabras.
Tiempo después recibí un paquete, venía de Méjico. Era un atado de libros muy usados y encima de ellos un trozo de papel que decía:
 “Argentino, aquí te dejo mis armas, ojalá te sirvan mejor que a mí”

Mi anfitrión siguió hablando como si yo no estuviera delante y de pronto con lágrimas en los ojos, haciendo un receso en sus recuerdos:

-En fin, ¿Por qué me ha venido esto a la cabeza?, yo solo quería convidarte a unos mates. Pero acordáte de esto: las palabras se parecen al mate, lo podés tomar amargo o lo podés tomar dulce, te lo pueden cebar largo y que casi todo sea agua o te lo pueden cebar corto, con mucha yerba. Dependerá de ti el que te guste más o menos, pero siempre lo podés compartir con alguien que a medida que vayás tomando, más acabarás conociendo. Yo, ya ves, estoy encantado de haberte conocido.

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