domingo, 13 de octubre de 2013

ADELITA

* Por Vicente Rodríguez Lázaro


El sol daba sus últimos bostezos tras un día de ajetreo sobre Ciudad Juárez. El Cerro Bola recogía sus últimas confidencias, bastantes de ellas sórdidas, y las guardaba en sus profundos recovecos. Desde su apartamento de la avenida Paseo de la Victoria, la joven Guadalupe contemplaba el crepúsculo con serenidad mientras amamantaba a su hija, nacida hacía tres meses.
Vertía sobre ella tanto amor como agresiones recibiera solo un año atrás. La violencia en la ciudad continuaba como una plaga difícil de erradicar y aún estaba fresco en su memoria el recuerdo de un pasado reciente y cruel.
Su hermana Candelaria y ella misma habían sido víctimas del machismo de las bandas sobre las jóvenes juarenses Ella supo desde un principio quién la había asesinado. Le vio merodeando cerca de ella varias veces en aquella misma avenida, se lo advirtió; pero; confiada por vivir muy alejada de las zonas conflictivas, no le hizo caso. Era demasiado hermosa para pasar desapercibida ante esos demonios.
Transcurridas las primeras jornadas, donde el dolor por la pérdida la inhabilitaba para reflexionar y tomar decisiones, se propuso poner en marcha un plan con el fin de vengar a su hermana y hacer justicia.
Tras unos primeros días de vacío acabó viendo al agresor, siempre rodeado de otros machitos como él, alardeando, acosando a las muchachas a plena luz del día en las calles, sabedor de la impunidad que le concedía una ciudad acobardada y repleta de intereses contrapuestos.
No le resultó difícil conocer la rutina del hampón. Le siguió a una distancia prudencial en varias ocasiones y durante la noche, oculta en su automóvil, comprobaba su hora de salida del bar El Cristo Negro, cercano al cerro donde se habían producido múltiples ataques y violaciones. Así, una noche de luna llena, lo vio salir medio tambaleándose y solo del establecimiento, venciendo el lógico temor que le producía aquel sujeto surgió del coche y se cruzó ante él. Este se le encaró enseguida, le dijo que era muy guapa y le pidió que le acompañara señalando hacia el Cerro del Cristo Negro. Guadalupe se agarró a su cintura y sonriéndole aceptó. Él le preguntó que cómo se llamaba y ella le dijo que Adelita. “Como la de la canción”, le contestó el bárbaro. “Sí, como la de la canción” asintió ella.
Llegaron al abrigo de la falda montañosa, ella comenzó a desnudarse, dejó los vaqueros, el suéter y la ropa interior sobre la arena y se tumbó. Él se limitó a bajarse los pantalones, a echarse sobre ella y a dejar el cinturón a un lado (quizás con la intención de estrangularla después de haber gozado de su cuerpo). Los efectos del alcohol retardaron su puesta en acción; pero tras algún que otro escarceo la penetró con fuerza. Guadalupe notó en su interior el calor húmedo de la eyaculación y durante unos instantes, el bruto se relajó sobre la mujer, momento que ella aprovechó para sacar una jeringuilla de los vaqueros y clavársela en el glúteo izquierdo, inyectándole por completo su contenido, después lo empujó a un lado y se puso en pie. Era enfermera y le había introducido un fuerte producto anestésico de efecto rápido. El hombre intentó incorporarse; pero fue incapaz, nada en su corpachón respondía a sus órdenes. Guadalupe, como en un ritual, le colocó bien los pantalones y se los abrochó, recogió el cinturón para llevárselo como trofeo y lo puso junto a su ropa. Tomó un cuchillo de cocina oculto en un bolsillo del pantalón, bien afilado, y se arrodilló junto al rostro del violador. “Esto es por mi hermana”. “¡Vete al infierno!” Le espetó con coraje. Un tajo preciso y profundo le segó la yugular. La sangre del réprobo surgió de la fuente abierta en su cuello y se integró en el paisaje junto con la inocente que un día tras otro lo regaba manchando su alma con la insidia.
Tras comprobar que el asesino había muerto, Guadalupe se vistió, se dirigió hacia el vehículo con discreción, procurando que nadie la viera, y desapareció de aquel paraje maldito con la seguridad de haber sido juez y verdugo al mismo tiempo.
Aguardó unos días sin salir del apartamento. Nadie la echó en falta en el hospital porque se hallaba de vacaciones. Cuando las noticias divulgaron el asesinato del canalla, que fue atribuido a un ajuste de cuentas entre narcotraficantes, Guadalupe supo que podía estar tranquila, nada ni nadie la relacionaría con el suceso.
Quedó embarazada, de hecho ella buscó esa posibilidad. Era su deseo que la semilla de maldad se convirtiera en el origen de un bien. Ella volcaría todo su cariño en esa criatura, en ese producto de una acción violenta, en nombre de su hermana, en nombre de todas las mujeres arrasadas por la locura y borradas para siempre del sendero de la vida en aquel entorno mancillado por el vicio.

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