domingo, 13 de octubre de 2013

EL ARMA DE LA INDIFERENCIA


* Por Francisco Rodríguez Criado

Confieso que el pasado año acogí con bastantes reservas la invitación a participar en el II Encuentro de Escritores por Ciudad Juárez. No soy ningún entusiasta de las reuniones de escritores per se, así que me pregunté de qué serviría que algunos de nosotros (muchos, en realidad, pues el acto se celebraba en numerosas ciudades de todo el planeta) nos reuniéramos para repetir en voz alta cosas tan básicas como que matar es una vileza o que todo el mundo tiene derecho a salir a la calle sin miedo a ser asesinado. Mi pregunta no era nada retórica, era la misma pregunta que tantas veces me había hecho cuando, después de un asesinato de ETA, escuchaba en la radio o veía en la televisión a los políticos de turno denostar la enésima acción terrorista de la banda armada.

Y hoy me tomo nuevamente la libertad de aferrarme a la duda para plantearme de qué sirve escribir unas palabras llenas de humanidad a favor de la paz en un territorio sin ley que está a miles de kilómetros de la sala en la que ahora nos encontramos. Insisto: ¿de qué sirve quejarse y protestar de que Ciudad Juárez sea una de las ciudades más peligrosas del planeta, si la violencia obedece a sus propias leyes y previsiblemente no se va a detener ante nuestras buenas intenciones? ¿De qué sirve criticar el terrorismo, la violencia, la inseguridad ciudadana si sabemos que estas no se van a dejar abatir por la caricia de la pluma?

Mis dudas no parten del desprecio a los derechos de los juarenses, sino al escepticismo de que un congreso de escritores sirva para restaurar esos derechos. Pero al final yo mismo vuelvo a responderme con estas palabras: ayudar un poco o incluso muy poco es en la mayoría de las ocasiones nuestra única oportunidad de ayudar mucho.

María Carvajal, la persona que me invitó y me invita a estos actos por Ciudad Juárez, me contó que Antonio Flores, uno de los promotores de la idea, había venido en alguna ocasión a Europa y de regreso a Ciudad Juárez tenía que habituarse con gran esfuerzo a la terrible sensación del miedo a recibir un disparo en cualquier momento. Dejadme que imagine: lo que más le gustó a Antonio durante sus vacaciones en Europa seguramente no fueron la torre Eiffel, el Museo del Prado, el Puente de Londres o el barrio judío de Praga. No, imagino que lo que más le fascinó fue caminar por una calle cualquiera de un barrio cualquiera a una hora cualquiera, libre del toque de queda, sin la aprensión de que un disparo perdido pudiera acabar con su vida.

En Ciudad Juárez mueren cada año miles de personas (para no deprimirme, en esta ocasión evito consultar las estadísticas), y los demás, los que aún están vivos, se van muriendo más rápidamente que nosotros, porque el miedo endémico ¿no es acaso una forma de morir en vida?

Por tanto el motivo por el que nos encontramos un año más aquí (o al menos el motivo por el que yo lo hago) no es la certeza de que escribir y leer unas líneas vayan a acabar con la violencia totalitaria de una ciudad que se desangra día a día. Si estamos hoy aquí es porque no hacerlo hubiera sido otro crimen más: el de la indiferencia. Aun reconociendo que este gesto con Ciudad Juárez puede ser una ayuda más bien pequeña, no hacerlo, insisto, sería un desprecio muy grande a sus posibilidades de normalización. Quejarse y denunciar la violencia en Ciudad Juárez, el terrorismo de ETA o el acoso doméstico que sufre la vecina del quinto son actos éticos que posiblemente no terminarán con estas lacras, pero por lo menos le niegan el carné de normalidad a unos actos que cualquier persona de bien considera anormales.  

Los habitantes de Ciudad Juárez no viven, sobreviven. No obstante, es necesario recordar –algo que no hacen las indigestas estadísticas– que la inmensa mayoría de los juarenses repudia la violencia e intenta vivir en paz. Indignarse por las malas acciones de los pocos, reflexiono ahora, nunca puede ser algo inane; lo que estamos haciendo abiertamente con nuestras escasas armas es defender los derechos de los muchos.

Si no existieran encuentros como este, si no se alzara la voz voluntariosa de millones de personas contra las injusticias de Ciudad Juárez y de otros lugares en perenne conflicto, si no nos lleváramos las manos a la cabeza y no nos estremeciéramos cuando observamos en televisión que el terrorismo ha vuelto a hacer una de las suyas, si –en definitiva– no nos indignáramos ante la actividad del incesante mal, ese mal acabaría por imponer sus criterios y llegaría un día en que pensaríamos que matar, robar, extorsionar o traficar con drogas son actividades como otras cualesquiera, es decir, aceptables.  

Creo que hoy estamos apoyando este acto a favor de la paz en Ciudad Juárez no tanto porque nos creamos capaces de acabar de un plumazo con la violencia sino para insistir en que las bases de una sociedad humana deben regirse por valores donde esa  violencia no tiene cabida. La ayuda que hoy le prestamos a Ciudad Juárez posiblemente sea pequeña, o incluso muy pequeña, pero si calláramos, si cerráramos los ojos y nos tapáramos los oídos, le estaríamos causando un daño posiblemente irreparable a una ciudad que lucha por sobrevivir. Cerrar los ojos y los oídos ante la violencia es otra forma sutil de empuñar un arma.

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